Los tiempos cambian, no hay duda, pero ¿cambian a mejor?, o mejor dicho, ¿cambiamos nosotros a mejor? ¿Aprendemos de nuestros errores?
Cuando yo era pequeño iba al colegio andando. Con apenas seis años, mi vecinito Mario y yo éramos los responsables de que Germán, el benjamín del grupo con apenas cinco, llegara sano y salvo al colegio. A nadie le extrañaba y nuestros padres estaban encantados con la idea, no éramos los únicos. Aprendimos a cruzar pasos de cebra y a ser un poco independientes pero, sobre todo, aprendimos a disfrutar de nuestra ciudad. El camino al colegio se convertía en un juego más. Nos juntábamos con más niños, vivíamos aventuras (todas las que tres manzanas de Madrid pueden esconder para unos críos tan pequeños, que son miles) y nos sentíamos mayores. Estábamos aprendiendo a ser responsables.
Pero pasaron los años y la sociedad se fue transformando. Algo nos debió ocurrir a aquellos niños o algo le ha debido suceder a esta ciudad porque ahora el panorama es bien distinto. Las caravanas de coches que se amontonan cada día frente a los colegios en las horas de entrada y salida no sólo me entristecen recordando tiempos más humanizados, sino que representan por sí mismas los sinsentidos de la movilidad insostenible hacia la que algunos parecen empeñados en dirigirse.
Cuando yo era pequeño iba al colegio andando. Con apenas seis años, mi vecinito Mario y yo éramos los responsables de que Germán, el benjamín del grupo con apenas cinco, llegara sano y salvo al colegio. A nadie le extrañaba y nuestros padres estaban encantados con la idea, no éramos los únicos. Aprendimos a cruzar pasos de cebra y a ser un poco independientes pero, sobre todo, aprendimos a disfrutar de nuestra ciudad. El camino al colegio se convertía en un juego más. Nos juntábamos con más niños, vivíamos aventuras (todas las que tres manzanas de Madrid pueden esconder para unos críos tan pequeños, que son miles) y nos sentíamos mayores. Estábamos aprendiendo a ser responsables.
Pero pasaron los años y la sociedad se fue transformando. Algo nos debió ocurrir a aquellos niños o algo le ha debido suceder a esta ciudad porque ahora el panorama es bien distinto. Las caravanas de coches que se amontonan cada día frente a los colegios en las horas de entrada y salida no sólo me entristecen recordando tiempos más humanizados, sino que representan por sí mismas los sinsentidos de la movilidad insostenible hacia la que algunos parecen empeñados en dirigirse.
Para corregir esta tendencia se están empezando a hacer cosas. Ya me extenderé otro día con conceptos y buenas prácticas de movilidad sostenible pero hoy me voy a referir al programa Muévete Verde a la Escuela de la Fundación Movilidad que han presentado al alimón los concejales de Medio Ambiente y Seguridad del Ayuntamiento de Madrid. Alrrededor de un concurso infantil se van a introducir en la escuela nociones y reflexiones sobre la movilidad en las grandes urbes con el fin de que los urbanitas del futuro comprendan que llevar a sus hijos hasta el pupitre a bordo de un 4x4 es, además de una estupidez, un gesto de mala educación.
La ciudad tiene que ser más humana, más amable. El protagonista debo ser yo, no mi coche. Mi ciudad tiene que satisfacerme a mi, no a mi automóvil. La idea de La Ciudad de los niños de Tonucci debe ser la que oriente nuestros pasos si no queremos vernos abocados a nuestra propia alienación. Afortunadamente parece que más de uno se está dando cuenta y con el esfuerzo de unos pocos (cada vez más) se está consiguiendo que los ciudadanos adormilados despierten de su sopor y comprendan que la calidad de vida no es más que eso, vivir bien, sin más agobios que los justos ni más problemas que los inevitables, pero los evitables... esos para los horteras.
Bravo por la iniciativa.
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